La noche que llegué al Café Gijón

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Foto: Planetadelibros

Ficha técnica: Francisco Umbral, La noche que llegué al Café Gijón, Austral, 2015 (1977), 286 páginas.

No es tarea sencilla abordar la figura de Francisco Umbral. Uno está dispuesto a reconocer que no puede evitar imaginar qué sería de éste en la sociedad de hoy en día, en la cual impera de forma inamovible la corrección política y la imposibilidad de salirse de unos rígidos estándares de percepción decididos por lo que se quiere hacer ver como la mayoría. Sinceramente, creo que día sí y día también muchas frases dichas o escritas por él suscitarían el interés de lugares como Twitter. Y, sí, estoy seguro de que muchas de las sentencias de La noche que llegué al Café Gijón darían mucho de que hablar. Uno lee con frescura lo escrito por Umbral, y entiende, por tanto, a todos aquellos que afirman que se está perdiendo capacidad de libertad a la hora de crear; porque, evidentemente, al personaje hay que encuadrarle en su tiempo, mas es inevitable plantearse por qué veo como una completa anomalía todo lo escrito en el libro. Me topo con una inusual soltura y sonoridad en la declaración, del autor que manda al carajo los férreos estándares tan habituales en los distintos ámbitos de creación. Asimismo, el lector celebra tan excelsa escritura. De este modo, estamos ante una precisa crónica de un Madrid y una España que se fue. La noche que llegué al Café Gijón son unas memorias. Y no unas cualquiera, sino las de un joven. Así que imagínense la nostalgia que uno puede acumular una vez finalizadas las casi trescientas páginas.

Se le perdonan a Umbral los tropecientos nombres y ambientes que dominan el relato, casi cualquier contenido cabe en una prosa magnífica. El autor se muestra infatigable y con una inabarcable necesidad de citar cualquier personaje con el que se cruzó a su llegada a Madrid desde su Valladolid natal. Sea como sea, poner en práctica una iniciativa que consiste en la acumulación de descripciones y anécdotas que conciernen a personajes de desigual interés y que la escritura no desfallezca, no se resienta y, por ende, fluya en todo momento, es harto difícil de lograr. Y una demostración fehaciente del prosista que fue Umbral, claro. Porque de eso trata el libro: del recuerdo de una España que hace mucho se fue; y de un Madrid irreconocible a ojos actuales. Sin embargo, no son tantas las anécdotas personales aparecidas como uno podía suponer con un libro así ―y tratándose de quien se trata―. Evidentemente, hay un relato personal, íntimo en ocasiones, pero a mi modo ver el autor los usa a modo de pausa o descanso, de nexo o introducción, antes del siguiente suceso, andanza o persona evocada.

«Hay que ser escritor de profesión, y como profesión viene de fe, hay que ser enteramente escritor, hay que ver, entender y explicar el mundo como tal. En lo que se escribe tiene que estar totalmente todo el que lo escribe, no sólo una parte, aunque sea la mejor y más privilegiada y liberada (o así lo cree él). Resulta que lo que interesa, lo literario de su vida es la otra parte, la que sufre, se humilla y no comprende. Y ésa es la que nos evita para darnos una obra exenta. Exenta aunque se pretenda dramática y comprometida. Porque siempre se nota que para después de las palabras sonoras hay un sueldo de la Delegación de Hacienda a fin de mes. Se nota mucho. Hay que ser escritor como se es totalmente tonelero o totalmente agricultor».

La personalidad mostrada por el escritor que hay tras La noche que llegué al Café Gijón es la de un tipo entrañable, con algunos dejes que mantendría siempre. Umbral, independientemente de lo apuntado en el primer párrafo de esta reseña, busca hacerse notar de una forma torpe y facilona en determinadas fases del relato; resultando incluso algo faltón. Sin embargo, del texto también se desprende una sensibilidad muy especial, que se puede apreciar en distintas reflexiones vitales y, sobre todo, en su admiración sincera por figuras como Ramón Gómez de la Serna. Y es que, sin duda, esta obra reúne los pensamientos y evolución de un aprendiz de escritor que, sin embargo, era un consumado lector con una destacada capacidad de análisis para desenmascarar los códigos y caminos utilizados por un sinfín de autores a los que Umbral juzga y en los que se luce, dejando constancia de su carisma. De este modo, esta obra supone una clase magistral sobre literatura de los primeros cincuenta años del siglo XX. Sin embargo, no es difícil dar con las fobias de este buen profesor. A lo largo del texto Umbral muestra una insistencia enfermiza con Azorín y Baroja; tranquilamente se puede afirmar que nuestro autor los detesta. O, mejor dicho, le enerva la consideración que alcanzaron. Encontré también muy interesante el relato que Umbral hace de César González Ruano, muy presente a lo largo de la obra.

«Azorín, teóricamente, también es un escritor apasionante. El escritor dandy, hermético y silencioso que escribe de sí y desde sí. Perfecto. Pero luego en sus obras hay una falta de aliento que ahoga. Inventó el párrafo corto porque tenía las ideas cortas. Me comunica constantemente una disnea literaria que me hace físicamente imposible leerlo. Cómo lucha porque se le ocurran cosas. No se le ocurre nunca nada [...] Azorín es un escritor imitable, pero muy poco aprovechable».

«Ya había dicho que muchos de los asiduos del café habían conocido a Baroja en sus últimos años, habían ido por su tertulia de la calle Ruiz de Alarcón, donde Baroja hablaba de Dostoievski y de los pasteles que tenía para la merienda, y estos barojianos no estaban dispuestos a que se les malograse una experiencia literaria tan importante, de modo que mantenían el prestigio del novelista contra todo, a favor, además, del realismo tosco que se seguía haciendo en España. [...] Yo leí Las noches del Buen Retiro. Lo único que me gusta es el título. Ahí, como en todos los libros de Baroja, están reunidos los materiales para una novela, pero sólo reunidos, amontonados. La novela habría que hacerla, escribirla. Baroja se limitaba a acumular materiales de construcción, pero nunca construía nada. En este libro hay personajes, historias, chismes, caracteres, peripecias, crónica madrileña, muchas cosas. Todo aquello con lo que se puede hacer una novela. Pero luego Baroja no la hace. Lo amontona todo de cualquier manera y lo deja ahí, en bruto. [...] Baroja es una portera. Cuenta muchos chismes y los cuenta como una portera. Claro que una novela puede y quizá debe hacerse con chismes. Proust está lleno de chismes. Luego todo consiste en la hilatura que el escritor le dé al chisme. La hilatura de Baroja, ya digo, es de portera. Y la mala escritura de Baroja llega a ser intolerable».

Pero no sólo son interesantes sus lecturas de obras a cargo de renombrados autores, ya en su juventud demostró una forma peculiar de ver a las personas. Al acceder Umbral a poner por escrito lo que pensaba sobre una exagerada cantidad de personajes, con los que entabló relaciones de todo tipo, de manera inevitable se está desnudando a sí mismo. Porque no se me ocurren muchas más cosas que digan más sobre nosotros mismos que el revelar lo que pensamos de las personas; se destapan aspectos tales como la sensibilidad, los valores que consideremos importantes en las personas, etc. Así con Umbral el lector puede desentrañar sin mucha dificultad una manera de ser y de pensar, ciertamente íntima, de la persona. Por consiguiente, uno piensa que conoce un poco de Umbral al ver cómo habla de Fernán Gómez u otras personas que fueron muy cercanas al escritor en aquellos años. En esta línea, de la relación de Umbral con otros autores quiero decir, encontré especialmente sugerente el relato que hace de Julián Marías. No obstante, es Miguel Delibes con el que encuentra la inspiración para desglosar unas líneas memorables, que sobresalen por su extraordinaria belleza:

«Delibes, a lo mejor, se venía de boina (todavía estaban muy lejos los tiempos en que le iban a hacer académico, aunque la boina ha seguido usándola siempre) y por su autenticidad de persona tenía la virtud involuntaria de concitar todas las autenticidades del entorno castellano que vivía. Era buen transmisor de la electricidad de la nostalgia, como los son siempre los seres puros, no muy maleados por la moda, la sociedad o la vida. El andar también un poco cansino, como la voz, andar de cazador que tiene mucho camino por delante y se lo toma con calma. La voz, lenta, sosegada, cansada, amiga. Todos los castellanos hablaban en él. [...] Miguel Delibes no era viejo, como aquellos viejos que veía yo en las plazas. Miguel Delibes estaba siempre igual, y esto me traía también cierta ilusión de perennidad, de que aquél era el que se iba a salvar de la broma del tiempo. Pues lo que uno busca en sus admiraciones, en sus amistades sinceras, es la corroboración de un deseo secreto: que alguien le salve del tiempo. Si no uno mismo, alguien, otro. Alguien querido o admirado, a ser posible».

«Julián Marías. Julián Marías vivía por Argüelles, creo que en la calle de Vallehermoso, y tenía un despacho grande lleno de dibujos enormes de los hombres del noventa y ocho y de Ortega. Ya veía yo allí la transición de generaciones, algo de intelectual americano con un cierto sentido confortable de la cultura, Julián Marías, leve, breve, tenue, como el abogado del diablo del convento, corto y preciso de palabra y de gesto, reservado, serio, cortés. Me parecía ya por entonces un ensayista impecable, ágil, legible, fácil, agudo, un magnífico escritor con una visión desconcertantemente distinta de las cosas (distinta de como las veían los demás). Su fidelidad a Ortega me parecía una elegancia. [...] Lo que pasa es que Marías no resultaba ―ni me resultaría nunca― muy cordial ni muy accesible. Cultivaba una especie de distancia. [...] A Julián Marías le veía y le veo un poco despectivo, y seguramente hace bien, y si fuera otro señor incluso habría convertido eso en un dandismo. Le he conocido en momentos más amistosos, íntimos, cordiales y eufóricos, simpático con las señoras e incluso un poco orteguiano en el mundanismo, pero creo que lo que le va es lo otro. En los cócteles se queda siempre un poco aparte, atrás, con su copa y muchos libros y periódicos en las manos. Quizá esta ocupación de las manos es una coartada para no darle la mano a nadie, o sólo a quien él quiere».

Es complejo desentrañar la estructura de La noche que llegué al Café Gijón. Es cierto que Umbral sigue un orden cronológico de su vida en Madrid desde su llegada; en cambio, los personajes, anécdotas o sucesos descritos responden a un criterio que parece que sólo tiene sentido en la mente del autor. En la mente del lector se genera un aparatoso apelotonamiento caótico de nombres y recuerdos cuya disposición resulta absolutamente arbitraria. Por eso incluso hay alguna que otra repetición «argumental». Posiblemente, el ejemplo más claro sea lo que escribe acerca de Pío Baroja y, sobre todo, de Azorín. Así sobre ellos repite forma y contenido en diversos pasajes del texto. Sin embargo, es muy interesante cómo conviven a la perfección el inexistente planteamiento organizativo con un sumo nivel de detalle y análisis que dan forma a unas descripciones que destacan por su nitidez. A esto añadir una prosa modélica, que no podría estar más cuidada. Claro, con todo esto, podría comprender que hubiera pasajes en los que haya lectores que desconectaran, que perdieran el interés; y es que para éste, con casi total seguridad, le serán completamente desconocidos muchos de los nombres que protagonizan estas memorias. Si, en definitiva todo esto es así es porque el libro no deja de ser una acumulación de recuerdos del Madrid de los sesenta que recibió a este excelso escritor. Y es que ya sabemos cómo se las gasta la memoria. Quizá, y aviso, por cierto, que lo que escribo a continuación puede ser una absoluta memez, pero mi impresión es que Umbral no pensó en nadie que no fuera él mismo o las personas que dan sentido a este texto. Que, por ejemplo, le importó poco si el lector se perdía o no. Quiero ver La noche que llegué al Café Gijón como resultado de una necesidad. Por la razón que fuera él se sintió en la necesidad de rememorar aquellos años. En otras palabras de volver. Escribir como excusa para trasladarse a todos aquellos inolvidables momentos con las personas que lo hicieron posible y así él entender cómo aquel muchacho de provincias pudo vivir tanto en tan poco tiempo.

Termino y pienso en otro espléndido libro, Años inolvidables[1], de John Dos Passos. Hubiera sido un buen título.

«Había en las vidas del café mucho dolor, mucho cansancio, mucho refugio, mucha muerte [...] La guerra, sí, la guerra estaba también allí agazapada todavía, y el café no dejaba de ser como un pabellón de reposo para los convalecientes de la derrota, hospital secreto con espejos golfos, sanatorio de humo para curarse las heridas incurables de la guerra y la cultura, el muñón caliente del exilio, la invocación constante a Lafora, a Giménez Asúa, a José Gaos, a Rafael Alberti y Max Aub. El café era, entre otras muchas cosas, el hondón de Madrid adonde habían venido a parar los desclasados, los frustrados, los vencidos, los humillados».

Notas:

[1] Así se ha traducido en España. Título original: The Best Times. An Informal Memoir.

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